Tres Historias de Navidad

Aunque intento mantenerme despierto por la Nochebuena, Papá Noel siempre pasa después de que me duerma. El día de Navidad me levanto por la madrugada y corro rumbo al salón, donde el viejo hombre con la barba blanca colocó los regalos, delicadamente repartidos alrededor del árbol decorado. Despertados por gritos emocionados – “¡Papá Noel ya pasó! ¡Papá Noel ya pasó!” – mis hermanos y hermanas se unen a la locura de desenvolver, seguidos por nuestros padres que sólo miran en silencio mientras nosotros cortamos el papel de regalo, rasgamos las cajas de cartón y empezamos a jugar.

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Al final de una cena en familia en un restaurante vietnamita, Mai me susurra al oído: “!Cuidado! Mi madre va a pagar la cuenta. ¡Es muy rápida!” Respondo con el mismo tono de voz: “Yo me encargaré. ¡Soy aún más rápido!” Le guiño el ojo. Hago como que voy al baño y en su lugar detengo al camarero. Mientras me pasa la cuenta, una voz cerca de mí pregunta: “Cédric, ¿qué haces?” La escena siguiente involucra a dos adultos que discuten sobre con qué tarjeta de crédito el camarero debe cobrar la cena. Como suele ocurrir en tales circunstancias el macho se impone, ayudado por las reglas tradicionales de la galantería. En el mundo de los adultos luchamos frecuentemente con uñas y dientes para ser los más generosos. Damos con orgullo pero recibimos con vergüenza, a veces con culpa. ¡Qué extraño!

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En esa noche de invierno muy fría voy caminando por Powell Street, un barrio animado de San Francisco lleno de hordas de turistas y de docenas de mendigos. De repente se me ocurre que podría comprar algo de comer para uno de ellos – algo que nunca hice en mi vida. Paso por alto a los primeros sin hogar que encuentro: me intimidan y no tengo el coraje para hablar con ellos. Más lejos por la calle veo a un hombre con barba vestido con harapos. Sus ojos están llenos de bondad. Hay algo divino en él, aunque no puedo identificar qué. Le pregunto si quiere que le compre algo de comer. El hombre acepta con sorpresa y una gran sonrisa. Se llama Isaac, como el hijo de Abraham. Caminamos juntos hasta la cervecería más cercana. La camarera me sonríe hasta que ve a mi compañero y le lanza una mirada sucia. “Mi amigo y yo vamos a cenar.” Ella hace una pausa, cuenta en su cabeza todas las excusas para no servir al tipo sucio y maloliente que está parado en el otro lado del mostrador. Pero el restaurante está abierto, la mayoría de las sillas están vacías y yo la miro con mi tarjeta de crédito en la mano. Su cara cambia de amenazante a desdeñosa mientras el mendigo revisa meticulosamente las comidas en la pantalla, disfrutando en su imaginación cada plato, antes de finalmente señalar con el dedo: “¡Hace tanto tiempo desde que comí un pastel de chocolate!” Intento convencerle de comer un plato fuerte antes de ir al postre pero Isaac ya ha decidido: un gran pedazo de pastel y un chocolate caliente cubierto de crema batida. Añado una empanada de pollo para mí y la camarera hace la pregunta habitual: “¿Para aquí o para llevar?” Me dirijo a Isaac: “Es mejor dentro.” Sacude la cabeza: “No, prefiero llevármelo.” Cogemos nuestra comida y salimos de la cervecería. Isaac bebe un sorbo de su chocolate y se calienta las manos con la taza. Él comerá su pastel más tarde, cuando esté tranquilo en casa. Le pregunto dónde vive. “Me quedo con un amigo, a la espera de algo diferente. Tengo suerte de no tener que dormir en la calle.” Nos despedimos y nos damos la mano. Isaac me bendice mientras me alejo con una sonrisa sobre la cara y calor en el corazón. A veces el más generoso no es el que nosotros creemos.

¡Feliz Navidad!

 

Cédric, 25 de diciembre 2011

¡Muchísimas Gracias a Adela por revisar y mejorar mi traducción!