El año pasado participé en un taller espiritual, junto con doce otras personas. Cuando llegó la hora del almuerzo, la profesora proclamó una regla: no hablar durante los próximos 20 minutos. Yo estaba deseando charlar sobre la experiencia de la mañana con los otros en el grupo, por eso estuve bastante decepcionado. Suspiré, saqué mi bocadillo de su empaque de plástico, y empecé a comer. Me levanté y caminé de un lado de la sala a otro para estirar las piernas. Poco a poco la frustración cedió a una sensación de paz y de relajación. Jamás en mi vida yo había sido en un espacio reducido con 12 otras personas sin que ninguna palabra estuviera hablada por 20 minutos. Gradualmente el bien estar se volvió más profundo: no hacía falta pensar en la próxima cosa que decir, o poner atención en la historia de otra persona. No stress. No expectativa. No pensamientos. Sólo silencio. Pronto empezó a sintonizar con las sensaciones dentro de mi cuerpo. El bocadillo de atún y la pera asiática se transformaron en un festín que saboreé lentamente y completamente. Oía el sonido claro de mis dientes masticando cada bocado mientras los gustos se apuraban a mis papilas y provocaban una explosión sensorial.
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Mai y yo acabamos de vivir una experiencia fantástica contemplando los paisajes andinos y la ciudad de Quito desde la cima de un volcán ubicada 1.150m sobre su nivel. Palabras no pueden describir la sensación. Ahora sentamos en el “huevo” del teleférico para regresar a la ciudad. Dos muchachas rubias platinadas saltan abordo y se sientan enfrente de nosotros justo antes de que las puertas se cierren. Inmediatamente empiezan a hablar. Supongo que son danesas, tal vez suecas, no estoy seguro. El fluyo de sus palabras no se detiene. Completamente ajenas a la belleza de la naturaleza que nos rodea durante nuestra bajada en la ladera de un volcán antiguo, las muchachas charlan. Mai carraspea algunas veces, una insinuación que nos gustaría silencio. No entienden la pista. Finalmente después de minutos que parecen como horas, la charla para: una de las danesas saca su móvil y empieza a tipear. Clic – clic – clic – clic – clic – clic – clic. Estoy asombrado de que un teclado tan pequeñito puede hacer un ruido tan fuerte. La conversación recomienza, tan insoportable como antes. Otra eternidad pasa antes de que nuestras oraciones sean satisfechas de nuevo: silencio invade el pequeño espacio. Respirando hondo, disfruto de las vistas en paz, ¡por fin! Después de un minuto, al parecer aterrorizadas por el sonido del silencio, las muchachas se vuelven a bromear con aún mas fervor. Veo intenciones asesinas en los ojos de Mai, la fantasía de abrir las puertas y echarles a las zorras. En mi cabeza empiezo una lista de las cosas que odio más con los turistas. Palabras de sabiduría de mi profesora espiritual me vienen a la mente: “Cuando no te gusta una situación, sólo tienes tres elecciones: aceptarla, cambiarla, o escaparte.” Carraspeo y me echo hacia delante: “¡Discúlpeme! ¿Hablan ingles?” Las danesas asienten con la cabeza, por eso prosigo: “Por favor ¿podríamos tener silencio por algunos minutos mientras disfrutemos de una de las vistas mas increíbles del mundo?” Es un poco mas cortés que “¡Cierran el pico!” pero produce el mismo efecto: la pareja se queda en estado de shock. Sin un ruido, me dan la espalda y miran afuera. Tal vez finalmente se den cuenta de la belleza destacada de la naturaleza que les rodea. O tal vez sólo reflexionen sobre lo grosero que yo fue. No me importa.
El silencio que sigue es un deleite de paz mezclado con un sabor de victoria.
Cédric, 15 de marzo de 2012
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